Tecnostalgias

Enero de 1999. Empezaba el último año antes de que el mundo sufriera otra amenaza de destrucción por la transmutación de la fecha en todos los sistemas informáticos al año 2000. Al menos eso era lo que recuerdo se decía: que todas las computadoras morirían y con ellas, nosotros. Aún así, ese enero, un día de Reyes, llegaba la primera y ansiada computadora a mi hogar. Hasta entonces, con once años recién cumplidos, me había fascinado perdidamente por las pantallas y mouses de computadoras ajenas –en casa las novedades tecnológicas siempre fueron menos urgentes que los libros-; tener nuestra propia compu, jugar hasta la hora que quería, explorar sin sentirme una usurpadora de casas, era prácticamente lo mejor que me podía pasar ese verano en mi calurosa ciudad lejos del mar.

 

excited child

 

Año 2000. Lo que más me entusiasmaba del nuevo milenio era que los Backstreet Boys –quienes empapelaban con sus pósters mi cuarto preadolescente- iban a sacar un disco titulado “Millennium”. Mientras inventaba coreografías para Larger Than Life –hasta hoy un temazo-, iba acumulando otros pósters de mi “tecnostalgia, que ahora se me caen a la memoria como fichas de Tetris sin fechas exactas: los jueguitos y videos de la Enciclopedia Encarta –donde escuché por primera vez una canción de Janis y el himno de Rumania-; las pantallas aterradoras del Alone in the Dark; las paletas digitales del Paint –que no ha cambiado casi nada desde entonces- y los carteles con textura de gotitas y piedras del WordArt, despertando nuevas creatividades lejos de mis amadas hojas y lapiceras. Después llegó la primera versión de Los Sims a hipnotizarme por horas, mucho más de lo que habían logrado los juegos de La Sirenita o El Rey León en el Family. El local del «Chino», donde los alquilábamos, era uno de los más prolíficos del barrio.

Después del solo musical que introducía los videos de Halven (muchos años después descubriría que eran parte de una canción de Fleetwood Mac), el sonido más tecnostálgico del mundo no puede ser otro que el ruidito de la conexión a Internet, en la época en que si te conectabas el teléfono daba ocupado y cada minuto de navegación costaba prácticamente como navegar en un yate. Por eso mi madre solo me dejaba conectarme los fines de semana, con un límite de media hora exacta, aunque ella –que siempre fue más tecnofílica que el 90% de las madres que conozco- se quedara hasta altas horas hablando por ICQ con amigos radicados en el Hemisferio Norte (“no van a creer este programa maravilloso, podés hablar con gente de todo el mundo”, nos lo había presentado un amigo brasilero que siempre había sido un adelantado tecnológico; nos introdujo a los gifs animados, por ejemplo).

(No vale lagrimear al escuchar este sonido:)

Esos treinta minutos de buceo habilitado por la web tenían que ser tan bien aprovechados que siempre los desperdiciaba para cualquier estupidez. Bajaba fotos de mis gimnastas rumanas preferidas, leía las letras de canciones de las Spice Girls que siempre había pronunciado al mejor estilo “kiwi melón”, buscaba curiosidades de las películas de Leonardo Di Caprio o de las pelis de slashers que en ese momento eran una obsesión fílmica en mi vida.

 

También, como gran amante de las amistades por correspondencia, usaba el mágico Outlook Express para hacer mails larguísimos con las plantillas predeterminadas que me parecían una obra de arte, en una época en que tenías que volver a conectarte ruidosamente para mandar un e-mail. Era increíble cómo esas palabras llegaban instantáneamente a aquel chico mexicano que había conocido en una ingenua sala del Microsoft Chat. Ni imagino lo que habría sido tener quince años en la era facebookiana.

 

 

2007. Ya estaba en segundo de facultad cuando mi vieja decidió que era hora de tener banda ancha. Algo que a principios de siglo era un mero sueño de la ciencia ficción: Internet todo el día por un precio fijo, sin ocupar la línea. Y una compu con un disco duro mayor al de 4 gigas, como el que tuvimos hasta bastante pasada la era disquet. Apenas un año antes el celular había llegado a nuestras vidas. Es verdad, nunca fuimos los grandes ávidos tecnológicos en casa. Siempre estábamos a la zaga, pero gracias a eso siempre supimos valorar la tecnología como medio, no como fin en sí mismo. Todavía se usaba hablar muchas horas por teléfono fijo con el pibe que te gustaba. Qué lindo era esperar esa llamada todo el día –servilleta con el número mediante en alguna matinée-, qué decepción cuando atendías y no era él, sino tu tía.

Con la banda ancha llegó mi primer Hotmail (increíble, pero hasta los 19 venía usando el Adinet familiar) con su maravilloso MSN. Sigo pensando que el zumbido del MSN era 80 mil veces mejor que el “Visto” de Facebook. Es mucho más útil una herramienta para evitar ser ignorado que una funcionalidad inconfigurable que te grita a la cara “no quiero hablar contigo”. Salvo cuando alguien merece tu ignorancia.

 

Estudiando Comunicación, no era fácil escapar a las modas digitales. Así llegó a fines del 2007 el hipernostálgico perfil de Fotolog que melancólicamente titulé “risa_gris”, donde mis fotos de pintores vanguardistas combinadas con poesías vilariñescas de mi juventud temprana empezaron a alcanzar asiduamente la barrera de los 20 comentarios, pero nunca quise ceder ante el sistema comprando una cuenta Golden.

Claro que, teniendo novio, sí era fácil escapar a la gran moda digital que iba conquistando a absolutamente a todos mis compañeros de generación: Facebook (cómo me gustaba decirle “Fakebook”, oh ingenua rebelde de veinte años). “Es genial, es como si fuera una revista de chimentos virtual pero entre conocidos”, pregonaban mis amigas en aquel entonces. “Mirá, fulanito ahora es amigo de menganita, pero ¿de dónde se conocen?”. Yo amaba ser una outsider, antes apocalíptica que integrada –diría Umberto Eco-, y no dudaba en pregonar sobre la superficialidad de la exposición social en Facebook, donde de nuevo el medio se imponía sobre el mensaje.

Claro, uno siempre mantiene su perspectiva crítica hasta que le rompen el corazón. Una de las cosas que me gustaban de mi ex es que, como yo, también era un anti-redes. Por eso, el día que descurbí que tenía Facebook y que era amigo de todas sus ex, después de patalear y llamarlo indignada y buscar mi foto más linda, me hice un perfil en Facebook. Creo que ya estábamos en el 2011. Menos mal que mi vida no es filmada, porque no resisto archivo. Quién diría que terminaría trabajando en el universo digital y que haría de las redes grandes aliadas de mi vida comunicacional y relacional. Me pregunto si Tumblr será en cuatro o cinco años otra pieza de mi tecnostalgia, como hoy es el antiguo formato “muro” de Facebook, destronado por la “biografía”. Espero que para esa época no haya tenido que recurrir a Tinder, como antes a LatinChat, para encontrar una cita de viernes.

 

Mar Payssé

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